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Tarde de sábado

La primera vez que la vi fue en el Starbucks de Jinetes. Fue una tarde de sábado en Atizapán. Caminé hasta llegar a la cafetería y, antes de poner el cigarro en mis labios, alcé la mirada.  Vi el cielo frío de color azul. Jirones blancos navegaron por las mareas celestes y arrastraron los últimos días mi adolescencia. La vi, sentada, riendo junto al amigo que me invitó. El cabello enmarañado entre sonrisas. A pesar del frío, el sudor recorrió mi nuca y la pequeña llama del cigarro desapareció. Nunca he tenido suerte en mi vida, más que esa tarde de mis 19 años. Parecía ser un sábado anodino pero sus ojos reflejaron el horizonte. La noche comenzó a nacer y el azul se convertía en negro. El atardecer anunció el nuevo día de juventud.


Oración

diosa
dejaste de ser humana
el día que dibujaste
tu contorno
en mi piel

Tu altar

                     eterno
             

hecho


de lágrimas y sal

Serás


             la forma


                          permanente


                                           quemada


                                                          devorada


                                                                         en mis huesos

De cenizas
de estrellas
muertas
bañadas en sangre
vuelve a nacer la vida

Diosa nuestra
que estás en mi cielo
santificados sean tus ojos
lanzas de miel

Venga tu reino
útero de la tierra
donde moriré


Arboledas

Me senté frente a tu casa en el camellón de Jinetes. La banca era de color verde y tenía esas formas curvas que me hicieron pensar en flamas petrificadas. No sé por qué, pero la palabra guirnalda me vino a la mente y pensé que esos brazos de hierro con diversas salientes pudieran ser llamadas así: guirnaldas de fuego. Calé hondo al cigarro y se incendió una luz en su punta. Por un momento, el tabaco encendido y la luz se unieron en un brillo unísono Tanto el respaldo como el asiento tenían ese entramado tan común en los parques y el frío del metal acentúo lo gélido del aire.

El día era especialmente terroso, en diciembre, la luz es oblicua y quema. Todo lo que existe brilla con un color ámbar.  El sol se inclina y las sombras se alargan. El polvo se queda quieto sobre el aire estancado de las cinco de la tarde. Brillaron las partículas de la tierra del camellón y revolotearon cuando expulsé el humo del cigarro. Entre el polvo, el humo y el sol, vi tu puerta. Un portón negro casi en la esquina del bulevar, cerca del Calli, esa escuela que parece prisión.  Todo eso ya no existe más que en mi memoria y en estas palabras.

Aun ahora recuerdo la caída de tu cabello que atrapa dedos y miradas. Nunca he tenido la fortuna de tocarlo. El sol rompiendo la calma del follaje de los árboles me recordó a tu piel bronceada, como si se tratara de arena. Ojos negros y labios decididos. Le di otra calada al cigarro y sudé unas cuantas perlas que cayeron por mi cuello. No sabía si estabas adentro, pero, siendo el cobarde que soy, nunca me animé a tocar.

Tomé mi patineta y regresé a la fuente seca de la Avenida de la Glorieta, justo detrás de tu casa. La fuente circular, que antes había sido espejo de agua, no era más que un mero circulo de concreto con una barda la cual ahora usaba para hacer trucos. Muy a mi pesar y con la esperanza agarrada de la cola de mi patineta, pensé que pasarías y te detendrías a saludar. Claro, como todo en mi vida, eso nunca pasó. Continué patinando y me permití voltear cada vez que un truco saliera vez, a los pocos minutos empecé a hacer trampa.  Esperé hasta que el cielo ennegreció y las estrellas dejaron de guardar el color de la tarde.

Prendí un último cigarro y me fui de ahí casi escondiendo entre los árboles para que las casas no pudieran ver mi sombra ridícula entre la oscuridad. Con la vergüenza a costa, vi un coche azul girando sobre la glorieta, pero no te vi. Mi última esperanza se fue corriendo como las luces de unos faros que iluminan una estancia a solas y en oscuridad completa. Nunca más volví a patinar por ahí.


Retrato Poético: Hestia o del Jardín Sagrado

En el ocaso de mi memoria
aparece tu figura
en un cielo carmesí
respirando aire incendiado

Los besos de sol en tu rostro
cuyos reflejos se confunden
con el unánime deseo
del fuego que cae
por tus hombros

La decidida violencia
brotante de labios
con contornos
de espiga ámbar

Llamas blancas en tu piel
me invitan a conocer el mundo
pero mi voluntad luciferina
no se atreve a rezar tu nombre

En tierras cálidas
el anochecer llega
para enfriar tu ausencia
en la pobre letanía
de un jamás