Aquí la charla completa con Daniela y Andrés de la revista Anapoyesis, donde hablamos de literatura, arte, mi obra y ciencia ficción.
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Conversación con Anapoyesis
El drama rural como género en el cine de Asia Central
Aquí subo mi ponencia en el Congreso Internacional en Teoría y Análisis Cinematográfico. El tema del que hablo es el drama rural como género en el cine de Asia Central, el cual es parte de mi investigación doctoral sobre el cine en Asia. La ponencia empieza en el minuto 18.
Lupita
Lupita.
A Lupita la conozco desde que yo era niño. Vivía a la vuelta de mi casa y vendía dulces. Todos los niños de las calles aledañas venían a su casa. Hablábamos con ella y con su madre. A veces, por ser tan buenos clientes, a mi hermana y a mi nos regalaba algún chocolate. Y siempre, cuando encontraba a mis padres en la calle, les decía qué tan buenos chicos éramos. Así fue transcurriendo la vida de Lupita, entre una casa que se fue haciendo vieja como ella, y dulces que ya no le permitían seguir manteniendo una vida. Su madre falleció, pero Lupita siguió vendiendo dulces. Después de muchos años, la veía cuando visitaba a mis padres, a veces vendiendo afuera de la iglesia y otras en la esquina de la calle con un puesto improvisado. Ella ya no me reconoce, tampoco escucha bien, pero le compro o le digo que luego paso por el dulce, aunque nunca regreso. Una vecina le dijo: vente, estoy sola, es mucha casa para mí, además, vienen los fines de semana vienen nietos, les puedes vender dulces. Ahora, cuando voy los domingos, veo a varios niños comiendo dulces.
Las venas abiertas de México.
Se arrastra por el suelo del vagón. Con el único brazo que tiene, recoge basura anidada debajo de los asientos. Se detiene y sigue el tren subterráneo. Él, con una labor similar, recorre el piso con su mano izquierda y casi como si fuera una escoba barre lo que los pasajeros han olvidado. Después, recoge la basura y la pone en una gran bolsa negra, su única posesión. La piel quemada por el sol, la ropa tornada negra y un muñón que no es otra cosa más que un bulto de carne. Así es como el hombre recorre la ciudad, atravesando las venas abiertas de México. Una mujer y una niña pequeña le tienden la mano. De ropas pulcras, la pequeña jala hacia arriba el brazo. Le dice que se levante y la mujer le ofrece el asiento. La madre hace a un lado la basura y le ofrece un sándwich. Descanse, —le dice la mujer— ya puede descansar.
La danza de las manos.
Una mujer mira de frente a su hija, no ve sus ojos, ve las manos de la adolescente. Los ojos negros de la mujer madura no pierden de vista ningún movimiento. Registran las vueltas, y las extensiones que acarician el aire. Un dedo se levanta y giras otros a su alrededor. Es un sábado en la noche en el metro de la Ciudad de México. El metro también baila. En su vaivén, la madre responde. El meñique se levanta y su mano izquierda golpea al pecho. Su hija ría, y la mujer suelta frescos esbozos de risas enmudecidos por una vida que nunca ha escuchado ningún ruido. Una danza a cuatro manos que termina cuando su hija señala el nombre de la estación. La mujer no escucha la tonada en las bocinas del vagón, pero ve la sonrisa en la chica y se levanta poniendo su mano en el hombro. Me imagino que su hija responde: vamos mamá, ya llegamos a casa.
Paraíso Perdido
No me importa si algunas de estas odas y rezos nunca llegan a ti. Aún recuerdo la primera vez que tu silueta se dibujó en mi ojo. Aun siendo pueril, encontré la forma definitiva de la belleza. Eras tú, tu piel, tu cabello y una forma desvergonzada de voltear la mirada sobre el hombro.
Así, inalcanzable, así violenta y con valor de tempestad. Eras y serás, la forma más natural de lo que puedo llamar divino.
Una noche, tuve la fortuna de tocar tu mano. Te alejaste, pero aun así puedo morir en paz. Siempre con tu tacto y el recuerdo de un paraíso perdido.
Te nombro en secreto y te venero cómo la ausencia infinita de Dios. Eres, sin más, mi más grande añoranza.
Gracias
Regresé a la vida
cuando en tu voz
a dios encontré
Remedos de tu voz
es el viento
que arranca la forma
de extrañar
La vida celeste
recuerda
mi juventud junti ti
Cielos fríos
otoñales
cerca de mi nacimiento
Y siempre tú
siempre la fuerza
de un te extraño
y un imaginar en conjunto
una caminata que nunca sucedió
ni sucederá
Pero siempre estás
en forma de ángel
Mi ángel
mi norte
y musa
Gracias
por nunca olvidar
Tarde de sábado
La primera vez que la vi fue en el Starbucks de Jinetes. Fue una tarde de sábado en Atizapán. Caminé hasta llegar a la cafetería y, antes de poner el cigarro en mis labios, alcé la mirada. Vi el cielo frío de color azul. Jirones blancos navegaron por las mareas celestes y arrastraron los últimos días mi adolescencia. La vi, sentada, riendo junto al amigo que me invitó. El cabello enmarañado entre sonrisas. A pesar del frío, el sudor recorrió mi nuca y la pequeña llama del cigarro desapareció. Nunca he tenido suerte en mi vida, más que esa tarde de mis 19 años. Parecía ser un sábado anodino pero sus ojos reflejaron el horizonte. La noche comenzó a nacer y el azul se convertía en negro. El atardecer anunció el nuevo día de juventud.
Oración
diosa
dejaste de ser humana
el día que dibujaste
tu contorno
en mi piel
Tu altar
eterno
hecho
de lágrimas y sal
Serás
la forma
permanente
quemada
devorada
en mis huesos
De cenizas
de estrellas
muertas
bañadas en sangre
vuelve a nacer la vida
Diosa nuestra
que estás en mi cielo
santificados sean tus ojos
lanzas de miel
Venga tu reino
útero de la tierra
donde moriré
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